No es posible comprender lo que realmente se juega en la prolongación del
estado de emergencia en Francia si no se lo sitúa en el contexto de una
transformación del modelo estatal que nos es familiar. Es crucial, primero que
nada, desmentir el propósito de las mujeres y hombres políticos irresponsables,
según los cuales el estado de emergencia sería un escudo para la democracia.
Los historiadores saben perfectamente que lo que es cierto es lo contrario.
El estado de emergencia es justamente el dispositivo mediante el cual los
poderes totalitarios se instalaron en Europa. Así, en los años que precedieron a
la toma del poder por Hitler, los gobiernos socialdemócratas de Weimar habían
recurrido tan a menudo al estado de emergencia (estado de excepción, como se lo
nombra en alemán) que se pudo decir que Alemania había dejado de ser, antes de
1933, una democracia parlamentaria.
Ahora bien, la primera acción de
Hitler, después de su nombramiento, fue proclamar un estado de emergencia, que
jamás fue revocado. Cuando la gente se sorprende de los crímenes que pudieron
cometerse impunemente en Alemania por los nazis, se olvida de que estos actos
eran perfectamente legales, porque el país estaba sometido al estado de excepción
y las libertades individuales estaban suspendidas.
No vemos por qué un escenario semejante no podría repetirse en
Francia: imaginamos sin dificultad un gobierno de extrema derecha sirviéndose
para sus fines de un estado de emergencia al que gobiernos socialistas han
habituado a partir de ahora a los ciudadanos. En un país que vive en un estado
de emergencia prologando, y en el que las operaciones de policía sustituyen
progresivamente al poder judicial, cabe aguardar una degradación rápida e
irreversible de las instituciones públicas.
Esto
es tanto más cierto que el estado de emergencia se inscribe, hoy en día, en el
proceso que está haciendo evolucionar las democracias occidentales hacia algo
que hay que llamar, ya mismo, Estado de seguridad («Security State», como dicen
los politólogos estadounidenses).
La palabra «seguridad» ha entrado tanto en el discurso político que
se puede decir, sin temor a equivocarse, que las «razones de seguridad» han
tomado el lugar de aquello que se llamaba, en otro tiempo, la «razón de Estado».
Hace falta, sin embargo, un análisis de esta nueva forma de gobierno. Como el
Estado de seguridad no atañe ni al Estado de derecho ni a aquello que Michel
Foucault llamaba las «sociedades de disciplina», conviene arrojar aquí
algunas referencias con miras a una posible definición.
En el modelo del británico Thomas Hobbes, quien ha influenciado
tan profundamente nuestra filosofía política, el contrato que transfiere
los poderes al soberano presupone el miedo recíproco y la guerra de todos
contra todos: el Estado es aquello que viene precisamente a poner fin al miedo.
En el Estado de seguridad, este esquema se invierte: el Estado se funda
duraderamente en el miedo y debe, a toda costa, mantenerlo, pues extrae de él su
función esencial y su legitimidad.
Ya Foucault había mostrado que, cuando la palabra «seguridad» aparece por
primera vez en Francia en el discurso político con los gobiernos fisiócratas
antes de la Revolución, no se trataba de prevenir las catástrofes y las
hambrunas, sino de dejarlas advenir para poder a continuación gobernarlas y orientarlas a una dirección que se estimaba beneficiosa.
De igual modo, la seguridad que está en cuestión hoy no apunta aprevenir
los actos de terrorismo (lo cual es, por lo demás, extremadamente difícil, si no
imposible, porque las medidas de seguridad sólo son eficaces después del golpe,
y el terrorismo es, por definición, una serie de primeros golpes), sino a
establecer una nueva relación con los hombres, que es la de un control
generalizado y sin límites — de ahí la insistencia particular en los
dispositivos que permiten el control total de los datos informáticos y
comunicacionales delos ciudadanos, incluyendo la retención integral del
contenido de las computadoras.
El riesgo, el primero que nosotros levantamos, es la deriva
hacia la creación de una relación sistémica entre terrorismo y Estado de
seguridad: si el Estado necesita el miedo para legitimarse, es entonces
necesario, en última instancia, producir el terror o, al menos, no impedir que
se produzca. Se ve así a los países proseguir una política extranjera que
alimenta el terrorismo que se debe combatir en el interior y mantener relaciones cordiales
e incluso vender armas a Estados de los que se sabe que financian las
organizaciones terroristas.
Un segundo punto, que es importante captar, es el cambio del
estatuto político de los ciudadanos y del pueblo, que se suponía que es que el
titular de la soberanía. En el Estado de seguridad, vemos producirse una
tendencia irreprimible hacia aquello que bien hay que llamar una despolitización
progresiva de los ciudadanos, cuya participación en la vida política se reduce a
los sondeos electorales. Esta tendencia es tanto más inquietante porque había
sido teorizada por los juristas nazis, quienes definen al pueblo como un
elemento esencialmente impolítico, cuya protección y crecimiento debe asegurar
el Estado.
Ahora bien, según estos juristas, hay una sola manera de volver
político este elemento impolítico: mediante la igualdad de ascendencia y raza,
que va a distinguirlo del extranjero y del enemigo. No se trata aquí de
confundir el Estado nazi y el Estado de seguridad contemporáneo: lo que hay que
comprender es que, si se despolitiza a los ciudadanos, ellos no pueden salir de
su pasividad más que si se los moviliza mediante el miedo contra un enemigo que
no le sea solamente externo (eran los judíos en Alemania, son los musulmanes
en Francia hoy en día).
Es en este marco donde hay que considerar el siniestro proyecto
de deterioro de la nacionalidad para los ciudadanos binacionales, que recuerda
a la ley fascista de 1929 sobre la desnacionalización de los «ciudadanos
indignos de la ciudadanía italiana» y las leyes nazis sobre la
desnacionalización de los judíos.
Un tercer punto, cuya importancia no hay que subestimar, es
la transformación radical de los criterios que establecen la verdad y la
certeza en la esfera pública. Lo que impresiona en primer lugar a un observador
atento a los informes de los crímenes terroristas es la renuncia integral
al establecimiento de la certeza judicial.
Mientras en un Estado de derecho es entendido que un crimen sólo
puede ser certificado con una investigación judicial, bajo el paradigma
seguritario uno debe contentarse con lo que dicen de él la policía y los medios
de comunicación que dependen de ésta — es decir, dos instancias que siempre
han sido consideradas como poco fiables.
De ahí la vaguedad increíble y las contradicciones patentes en
las reconstrucciones apresuradas de los eventos, que eluden adrede toda
posibilidad de verificación y de falsificación y que se parecen más a chismorreos
que a investigaciones. Esto significa que al Estado de seguridad le interesa que
los ciudadanos —cuya protección debe asegurar— permanezcan en la
incertidumbre sobre aquello que los amenaza, porque la incertidumbre y el terror
van de la mano.
Es la misma incertidumbre que se encuentra en el texto de la ley del
20 de noviembre sobre el estado de emergencia, que se refiere a «toda
persona hacia la cual existan serias razones de pensar que su comportamiento
constituye una amenaza para el orden público y la seguridad». Es completamente
evidente que la fórmula «serias razones de pensar» no tiene ningún sentido
jurídico y, en cuanto que remite a lo arbitrario de aquel que «piensa», puede
aplicarse en todo momento a cualquiera. Ahora bien, en el Estado de seguridad,
estas fórmulas indeterminadas, que siempre han sido consideradas por los
juristas como contrarias al principio de la certeza del derecho, devienen la
norma.
La misma imprecisión y los mismos equívocos resurgen en las declaraciones
de las mujeres y hombres políticos, según los cuales Francia estaría en guerra
contra el terrorismo. Una guerra contra el terrorismo es una contradicción en
los términos, pues el estado de guerra se define precisamente por la posibilidad
de identificar de manera certera al enemigo que se debe combatir. Desde la
perspectiva seguritaria, el enemigo debe —por el contrario—permanecer en lo
vago, para que cualquiera —en el interior, pero también en el exterior— pueda
ser identificado como tal.
Mantenimiento de un estado de miedo generalizado, despolitización de
los ciudadanos, renuncia a toda certeza del derecho: éstas son tres
características del Estado de seguridad, que son suficientes para inquietar a
las mentes. Pues esto significa, por un lado, que el Estado de seguridad en el
que estamos deslizándonos hace lo contrario de lo que promete, puesto que —si
seguridad quiere decir ausencia de cuidado (sinecura)— mantiene, en cambio, el
miedo y el terror. El Estado de seguridades, por otro lado, un Estado policíaco, ya que el eclipse del poder judicial generaliza el margen
discrecional de la policía, la cual, en un estado de emergencia devenido normal,
actúa cada vez más como soberano.
Mediante la despolitización progresiva del ciudadano, devenido en cierto
sentido un terrorista en potencia, el Estado de seguridad sale al fin del
dominio conocido de la política, para dirigirse hacia una zona incierta, donde
lo público y lo privado se confunden, y cuyas fronteras provocan problemas para
definirlas.
(publicado en Le Monde el 23 de diciembre de 2015)
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