LA DESPOLITIZACIÓN DEL OTRO / PILAR
CALVEIRO
El
"enemigo" se configura de maneras específicas, según las sociedades y
los momentos históricos. Sin embargo hay una matriz, un formato al que se
recurre para eliminar esa supuesta amenaza. En este ensayo, la politóloga
argentina traza un recorrido para comprender cómo opera esta construcción que
facilita el acto de excluir a determinados grupos sociales como sujetos
ciudadanos primero, como sujetos de derecho después y finalmente como sujetos
morales.
Cuando los investigadores de la Escuela de Frankfurt
emprendieron el estudio del autoritarismo, iniciaron su trabajo con una
investigación específica sobre el antisemitismo. Sin embargo, según el propio
Adorno, fueron cambiando su foco de atención para centrarse de una manera más
general en la construcción del prejuicio dirigido a cualquier grupo considerado
minoritario; es decir, observaron cómo se realiza la construcción del Otro a
excluir y eventualmente eliminar.
Según su estudio, ese proceso inicia con la creación
de un “enemigo imaginario”, un estereotipo del Otro, que tiene poca o ninguna
relación con lo que efectivamente es, dentro del que se inscribe
implacablemente una multiplicidad de “otros” a los que, siendo diversos, se los
trata como si conformaran en conjunto una masa homogénea. Este Gran Otro,
genérico y falso, se presenta como un enemigo despreciable y peligroso a la
vez. Ambas cualidades, una sobre la otra, intentan justificar el deseo y la
supuesta necesidad de destruirlo. La condición “amenazante” del Otro se
incrementa por una suerte de ubicuidad -ya que puede estar en cualquier parte-
y por cierta intrusión -dado que penetraría insidiosamente en el mundo
“decente”-, así que su destrucción se presenta como imperiosa para evitar que Él nos destruya a Nosotros. Este enfrentamiento entre
los “otros” y “nosotros” organiza todo el campo social, a la vez que invierte
la relación, haciendo ver como un peligro para la sociedad al grupo que, en
verdad, es el que está siendo amenazado. En consecuencia, se responsabiliza a
la víctima del castigo, que supuestamente merece, y que nunca es suficiente.
Estas serían las características principales de una
especie matriz general para la construcción del Otro, en términos genéricos,
que se ha configurado de maneras específicas, según las sociedades y los
momentos históricos en los que se ha recurrido a este “formato” para la
eliminación de un grupo social.
Los nazis construyeron al Otro, en torno a la figura
del judío, lo cual no quiere decir que sólo los judíos fueran objeto de
extermino sino que en El judío
se concentraron todos los rasgos de “lo otro” considerado despreciable y
peligroso por el nacionalsocialismo alemán.
Enzo Traverso señala que los nazis no vieron a los
judíos como un pueblo atrasado o salvaje, sino como un enemigo, que podía guiar
a una especie de “internacional de sub hombres”, como los eslavos, en contra de
la civilización. Los consideraban como el cerebro de un posible Estado de esos
“sub hombres”, reuniendo así los componentes despreciativos y amenazantes
planteados por Adorno. A su vez, invertían la condición de los amenazados al
presentarlos como amenaza potencial. Por lo tanto, su eliminación “adquiría la
dimensión grandiosa de un combate regenerador” de lo que ellos, como muchos
otros en Europa, entendían por Occidente. El objetivo de la pureza racial,
asumido como válido, utilizaba un argumento y una práctica biopolítica para un
clásico objetivo político-militar: la conquista de Europa Oriental. De manera
que no era suficiente una política antisemita dentro de Alemania sino que la
misma debía inscribirse en una situación de guerra que permitiera ese objetivo.
La guerra de conquista y el arrasamiento de poblaciones enteras se potenciaban
con el componente racial.
El racismo nazi se fusionó con un rasgo político
central de la sociedad europea de entreguerras: el anticomunismo. Los nazis
retomaron la figura del judeobolchevique, desarrollada por la cultura
conservadora, para la cual el bolchevismo se “biologizó”, representándolo como
una enfermedad contagiosa cuyos bacilos no eran otros que los revolucionarios
judíos. De esta manera, el nazismo asimiló toda
diferencia racial bajo el “paraguas” de la lucha antisemita; asimiló cualquier resistencia a su afán
imperialista con el “cerebro” judío capaz de liderarla y por último asimiló la oposición política
de su enemigo principal, el comunista, con el otro racial, a través de la
figura del judeobolchevique. Así, en palabras del propio Traverso, sintetizó el
enfoque racista de la alteridad judía y la biologización de la subversión
política, ambos preexistentes, pero hasta entonces disociados, uniéndolos en
una política de expansionismo imperial, ya no en el mundo colonial, sino dentro
mismo del continente europeo. Es decir, articuló sus objetivos políticos, los
encubrió y los disimuló dentro de una política racial que contaba con mayor
consenso dentro y fuera de Alemania.
Al realizar todas estas asimilaciones lo hizo
sustrayendo del primer plano los objetivos y las identidades políticas para
colocar allí al judío, como una suerte de síntesis-parapeto de otras
alteridades políticas, sexuales, nacionales. Construyó un otro principalmente
racial, como paraguas para eliminar simultáneamente al gitano, al eslavo, al
homosexual, pero también al comunista y al disidente, todos comprendidos como
casos de “degradación” de la especie. Opera así una despolitización del otro
que facilita el acto de excluirlo como sujeto ciudadano primero, como sujeto de
derecho después y finalmente como sujeto moral.
EL OTRO RACIAL, EL OTRO POLÍTICO
En este sentido, la construcción de un Otro racial
–que se sobrepone al Otro político- como ocurre en el caso nazi, reconoce
diferencias, en principio importantes, con respecto a la construcción del Otro
disidente-subversivo, que se realizó en el contexto de la llamada “guerra
sucia” en nuestro país. Como todo proceso de exterminio, el Terrorismo de
Estado se sustentó en una lógica guerrera que, ante la inexistencia de una
guerra como tal, la inventó declarándola: la “guerra antisubversiva”.
Es cierto que las organizaciones armadas de los
setenta esgrimían también argumentos bélicos, como el de la guerra popular y
prolongada, que abonaron asimismo un recorrido antipolítico, pero lo hicieron
sólo como respuesta a una violencia estatal previamente desatada y siempre muy
superior, desde una posición claramente defensiva y donde nunca se impuso la
lógica de la eliminación sistemática e indiscriminada de un otro definido como
enemigo.
El Estado, en cambio, construyó desde el discurso,
pero sobre todo desde su práctica, una situación de guerra efectiva, sin
cuartel, contra un enemigo irreconciliable que era preciso aniquilar, poniendo
todo su potencial al servicio de esa guerra. Pudo así definir al Otro que se
proponía destruir: el subversivo, considerado como enemigo interno pero
“infiltrado”, es decir como alguien que representaba intereses externos: un
prójimo próximo que debía ser tratado como extranjero extraño. El solo hecho de
construir el problema en torno a la situación de guerra es, en sí mismo, una
primera forma de despolitización del conflicto porque, si bien están claros los
vínculos entre guerra y política, coloca el enfrentamiento en la lógica bélica
amigo-enemigo que cierra el debate, la disidencia e incluso la insurgencia,
como ámbitos propios de la política.
Es importante recordar aquí que la figura de la
insurgencia es interna a la política y que la resistencia violenta contra un
régimen que usurpa la soberanía popular –como fue el caso de las dos dictaduras
militares- ha sido reconocida como legítima no sólo por los movimientos
revolucionarios sino incluso por pensadores fundadores del liberalismo como
John Locke. La insurgencia, más que una suspensión es una restitución de la
política contra los regímenes dictatoriales que la proscriben y la
delincuencializan.
La guerra, en cambio, implica el ejercicio puro de la
violencia y se dirime por la capacidad militar de los contendientes, dejando en
un segundo plano el problema de la legitimidad o ilegitimidad del orden
político. Por ello impone a una despolitización de hecho de los conflictos,
obligando a las partes a centrar sus esfuerzos en matar o en sobrevivir en
lugar de trazar estrategias, celebrar alianzas y, sobre todo, contraponer
proyectos. Así pues,
la construcción del problema efectivo de la violencia política de los años
setenta en torno a la figura de la guerra, marca desde el vamos una intención
despolitizadora por parte del Estado
El hecho de inscribir la guerra antisubversiva en el
contexto de la DSN marcaba un límite a estos intentos de despolitización, ya
que remitía el conflicto interno al existente entre la “civilización
occidental” y el mundo comunista, recolocándolo casi automáticamente en el campo
político. Sin embargo, los esfuerzos por despolitizar lo que era claramente
político fueron constantes.
El “enemigo subversivo” se construyó de una manera
difusa, capaz de abarcar casi a cualquiera que tuviera “ideas contrarias a
nuestra civilización occidental y cristiana”, en palabras del general Videla,
lo que sea que esto quisiera decir. La lucha en su contra se presentaba pues
como un acto de defensa civilizatoria, de la familia, de la religión, de los
valores morales y, claro está, de la propiedad, que podía resumirse en el
famoso “Dios, familia y propiedad”, tríada que resultó al final tan claramente
triunfante, si se observa la sociedad actual, y cuya permanencia victoriosa
debería tranquilizar a los irritados “cruzados” de nuestro tiempo.
Se habló de subversión política, sindical e incluso
económica, alargando el concepto y haciéndolo más difuso, para que cupiera en
él un espectro social amplísimo, ajeno por completo a cualquier hipótesis de
guerra. A la vez, se invirtió un gran esfuerzo en tratar de introducir la dupla
“delincuente subversivo”, como forma de disolver la identidad política en la
delictiva. En esta misma dirección, incluso se trató de asimilar la noción de
subversivo con la de terrorista, ajena por completo a los movimientos armados argentinos,
que no se caracterizaron por el recurso del terror como parte de sus acciones
armadas.
La despolitización del subversivo mediante su
asimilación a las categorías de delincuente y terrorista tuvo una amplia caja
de resonancia en las esferas de poder y en los medios de comunicación de la
época. Sin embargo, se trataba de un artilugio tan flagrante que no logró, ni
en su propia representación ni en el discurso, aislar efectivamente el
componente político. Así, de pronto, algún militar se refería, por ejemplo, a
“los delincuentes terroristas marxistas leninistas”, o en sus documentos y
comunicados oficiales se mencionaba a las bdsm, es decir, las “bandas de
delincuentes subversivos marxistas o montoneros”, asociando fatalmente lo que
intentaban disociar.
Pese a la torpeza de estos intentos, los mismos
tuvieron cierto éxito. No se puede olvidar que durante muchos años, la
reivindicación de los “desaparecidos” pasó principalmente por su construcción
como víctimas inocentes, es decir, por su despolitización, incluso por parte de
familiares y organismos de derechos humanos. Poco a poco la memoria colectiva
comenzó a rescatar y reaparecer las identidades políticas, de manera que los
intentos de despolitización no lograron predominar en la memoria colectiva.
Esto fue gracias al desmontaje de lo delictivo primero, de lo arbitrario o
casual después y a la reinstalación de la dimensión política como parte de la
lucha previa y posterior al terrorismo de Estado.
Hoy podemos afirmar, con suficiente consenso social,
que el subversivo que se intentó exterminar en Argentina comprendía, en primer
lugar, a los miembros de las organizaciones armadas –que no terroristas- y a
sus respectivos entornos, lo que alcanzaba a numerosos militantes políticos y
sindicales con niveles de vinculación a veces cercanos y a veces muy distantes
de las organizaciones guerrilleras. A continuación, incluía cualquier forma de
militancia política que interfiriera con el proyecto militar, como la protesta
sindical o la denuncia por la violación de derechos humanos, así como toda
militancia de base o proyecto de organización popular. Los marinos de la ESMA
afirmaban que dieron el golpe militar “para asumir el control del aparato del
Estado y ponerlo al servicio de una política de extermino de los activistas de
las organizaciones populares, tanto políticas como sindicales, estudiantiles y
de los distintos estratos de la sociedad que expresaran su adhesión a proyectos
de transformación social, calificados por las Fuerzas Armadas como contrarios al ser nacional y al orden social
natural”. Está claro pues que ese orden
social natural no es natural en absoluto y que se refiere a un
orden político específico.
Se podrían mencionar muchos rasgos atribuidos al
prototipo del subversivo, tal como se construyó en los setenta, que refieren a
cierto aspecto físico descuidado, promiscuidad sexual, descuido de lo familiar
y en especial de los hijos o ateísmo, por mencionar los más vinculados al
prejuicio, siempre moralizante. El elemento antisemita no estuvo ausente de
esta construcción y, también entonces, se asoció judío con bolche y con
subversivo, pero lo que constituyó al Otro como tal, es decir, como eliminable
fue, de manera principal, la militancia. El subversivo era el militante activo,
el que movilizaba, el que organizaba, el que resistía en la práctica, detrás
del cual se eliminó a familiares, vecinos, incluso víctimas casuales; hubo un
ensañamiento especial con los judíos, con los más pobres, con los trotskistas,
pero la figura del Otro fue una figura construida entonces y reconocible hoy
como claramente política: el Otro fue el militante, en especial el militante armado al que, ayer
como hoy, se pretendía desdibujar detrás de la figura del delincuente.
De lo mencionado hasta aquí, se desprende que el nazismo,
como experiencia totalitaria con pretensiones de dominio mundial, construyó un
Otro racial para la eliminación de cualquier otro disfuncional o disidente; que
el terrorismo de Estado, como experiencia autoritaria inscrita también en un
proyecto de control global por parte del Occidente capitalista, construyó un
Otro que, aunque claramente político intentó despolitizar. En efecto, es necesario arrebatar la condición
ciudadana del otro primero, es decir su condición política, para luego
eliminarlo como sujeto jurídico, privándolo de la protección de la ley y
colocándolo en el margen de la excepción. Una vez que estos dos momentos se
consuman se abre la posibilidad de la más radical desaparición del Otro.
Es por eso que Hannah Arendt pensaba que la democracia
podía ser una suerte de “vacuna” contra el totalitarismo (y podríamos agregar
nosotros, contra cualquier forma de desaparición radical del Otro). Ella
consideraba que, en la medida en la que el colectivo social conservara su
condición política, resultaría prácticamente imposible arrebatarle las
condiciones jurídica y moral. Por eso insistió tanto en que la
despolitización de la sociedad y su retracción al ámbito privado, eran
condición de posibilidad para el desarrollo del totalitarismo.
Por lo mismo, Arendt adivinaba la persistencia de las
“soluciones totalitarias” en un mundo de aislamiento creciente, como el
posterior a la Segunda Guerra, es decir, veía la posibilidad de abolición de la
política y el derecho en lo que podríamos considerar un puro y permanente
Estado de Excepción. Señalaba que esto, “como potencialidad y como peligro
siempre presente, es muy probable que permanezca con nosotros a partir de
ahora”, pero no parece haberlo pensado como una posibilidad interna,
constituyente de las democracias realmente existentes.
En este sentido, habría que hacerse varias preguntas.
En primer lugar, hasta qué punto las democracias actuales lo son; en qué medida
preservan u obstruyen la condición política y jurídica de la sociedad que dicen
representar y si son potencialmente capaces de construir, en su seno mismo, un
Otro prescindible y eliminable. En tal caso, ¿quién sería el Otro de las
actuales democracias?
Como no podría intentar desarrollar cada una de estas
preguntas, daré por hecho que lo que llamamos democracias debería considerarse,
en muchos casos, como una variante de simples oligarquías que garantizan el
gobierno de los ricos. También partiré de que esas oligodemocracias, con forma
democrática y sustento oligárquico, tienden a obstruir la condición política de
nuestras sociedades antes que a alentarla. Pasaré entonces a centrarme en la
posibilidad de construcción del Otro, que es nuestro tema de interés, dentro de
estos sistemas políticos.
Las experiencias históricas antes mencionadas -por
tomar sólo dos de particular relevancia para nosotros-, nos señala que los
proyectos políticos totales y autoritarios se imponen por la creación de una
situación de guerra total, de exterminio, contra un Otro que se muestra a sus
contemporáneos como un sujeto degenerado, criminalizado, despolitizado, incluso
a pesar de la evidencia en sentido contrario. Así la máxima expresión de la
desaparición del Otro ocurre cuando se ha logrado previamente su desaparición
política, que allana el camino para las sucesivas desapariciones que
sobrevendrán.
No podemos hablar en términos generales de “la
democracia”, como si se tratara de un mismo proceso en cualquier lugar del
planeta o de América Latina. El fenómeno democrático juega papeles muy
distintos según las experiencias históricas específicas. En el momento actual el mundo entero está
subido por completo a una gran ola, supuestamente democrática, pero que nos
lleva a diferentes orillas. Y existen, dentro de esa ola, las voces que
proclaman nuevas guerras contra Otros subhumanos, despreciables y peligrosos.
SUJETOS POTENCIALMENTE ELIMINABLES
Hay dos “guerras” en curso, declaradas por algunas
supuestas “democracias”: la guerra antiterrorista y la guerra contra lo que se
ha dado en llamar “el crimen organizado”. Ambas definen un enemigo vago, que se
construye, como siempre, por agregación de una serie de otros. La figura del
terrorista concentra 1) a los miembros de grandes y oscuras redes, como Al
Qaeda o BokoHaram, en algunos casos con fuertes indicios de su relación con las
“democracias” que les han declarado la guerra 2) a los integrantes de
organizaciones armadas muy diversas, algunas de carácter nacional, a las que se
les niega la condición de insurgentes y 3) otras de resistencia lisa y llana a
la invasión de su territorio nacional, como en el caso palestino o afgano. Así,
Bin Laden, un guerrillero colombiano, un hombre-bomba irakí, un miliciano
palestino o un resistente afgano se asimilan bajo la figura del “terrorista”
cruel, demente, despiadado, pero sobre
todo, despolitizado y delincuencializado, como si todos fueran lo mismo y como
si ninguno pudiera representar un proyecto político racional.
La seguridad planetaria y la seguridad nacional,
planteadas como prioridad en las agendas de buena parte de las democracias
globales son la contraparte de una nueva política del terror y del miedo, según
sea el caso, operada por redes estatal-corporativas. Si una de las características que preceden a la
eliminación del Otro es la inversión de los términos, atribuyéndole la
intención que anida en el propio Estado, hoy penetrado, fragmentado y
confundido con la gran red corporativa, es posible afirmar que la guerra
antiterrorista no es más que un dispositivo de producción de terror y el
combate contra la inseguridad conlleva la proliferación de la inseguridad en
todos los ámbitos de la sociedad.
Frente a estas nuevas “guerras”, todos somos sujetos
potencialmente eliminables, aunque también es cierto que unos lo son más que
otros. La sola sospecha de pertenecer a una de esas redes, la acusación de
terrorista o delincuente, en verdaderos Estados de excepción que confunden
hecho y derecho, se considera “prueba” de la culpa que amerita la suspensión de
cualquier protección de la ley. No es una exageración, así ha ocurrido con los
secuestrados en Guantánamo, que pueden ser liberados después de años de
confinamiento y torturas, por falta de pruebas, o con los desaparecidos en
decenas de centros clandestinos de detención operados por la CIA, con el
consentimiento de los gobiernos supuestamente democráticos. De la misma manera
se suspenden y anulan los derechos de los “narcos” detenidos, torturados,
extraditados en procesos irregulares e incluso asesinados en los propios
centros de reclusión, sin protección alguna y sin que nadie responda por sus
bienes o por sus vidas.
Pero también cualquiera de nosotros puede ser
eliminado por estas mismas redes terroristas o mafiosas, manipuladas por las
estructuras centrales de acumulación de poder económico y político, en la
medida en la que nuestra acción o nuestra simple vida se interponga con sus
objetivos. Una bomba puede hacer saltar a cualquiera en las torres gemelas o en
las calles de muchas ciudades de México. Las imágenes se repetirán
interminablemente en la televisión y resaltarán nuestra indefensión. Para el
caso da lo mismo, ambas son funcionales para afirmar las hipótesis de guerra
que dan cabida al terror que paraliza, al miedo que desplaza, a la violencia
que neutraliza o anula cualquier obstáculo a esta gigantesca operación de
control político y económico del planeta.
Miedo y políticas de seguridad
son uno la contraparte de las otras, ambos constituyen fenómenos profundamente
políticos que se nos presentan “despolitizados”, así como los supuestos
enemigos “comunes”, que deberíamos estar dispuestos a enfrentar a cualquier
costo. Esta despolitización, esta retracción hacia lo privado es la mayor
garantía para la proliferación de pretendidas “guerras” contra Otros que somos
nosotros mismos, y que resultan tan funcionales al actual proceso de
concentración global. A primera vista, el totalitarismo nazi se presentaba como
la politización de todos los aspectos de la vida, en el sentido de la
penetración del Estado en todos los niveles de lo social, sin embargo consistió
en una despolitización radical que reducía lo político y lo social remitiéndolo
a su simple dimensión biológica. El terrorismo de estado, por su parte, trató
de desconocer que se disputaban modelos políticos distintos y, a través del
miedo, pretendió detener la política. Por su parte, el modelo de las
democracias globales se evidencia abiertamente como proceso de despolitización
que criminaliza los procesos sociales, asimilándolos a estas figuras de su
entera creación, para justificar una violencia eminentemente política.
Se evidencia así la contigüidad entre democracia y
totalitarismo a la que se refirió Giorgio Agamben.
Sin embargo, podemos decir que las democracias
realmente existentes hoy no se reducen a esta versión “gemela” del
totalitarismo. Existe una gran presión para orientarlas en esa dirección pero
se han ido construyendo también resistencias muy poderosas, en especial en
nuestra región.
Las democracias globales, parientas cercanas del
totalitarismo, propician:
1) el antipoliticismo –algunas de cuyas manifestaciones
más evidentes son el desprestigio de la política, el descrédito y abandono del
espacio público, la reducción de la política a su dimensión administrativa, la
despolitización de la sociedad y el sobredimensionamiento del espacio privado-
2) el énfasis en la seguridad y las llamadas
políticas de tolerancia cero, en las “guerras contra el crimen” que atemorizan
a toda la sociedad, la expulsan de la calle, la colocan en posición de
vulnerabilidad extrema y en verdugo de sí misma, al empujarla a reclamar la
abolición de sus propias garantías y asumir prácticas policiacas para detener
una inseguridad cuya responsabilidad está en la base misma del Estado
3) la aceptación del discurso antiterrorista y su
priorización en la agenda de seguridad internacional, dando por buenas las
nociones de guerra y de terrorismo, muchas veces ligado al narcoterrorismo para
hacerlo más visiblemente apolítico, como en el caso de Colombia y, más
recientemente en México.
En contraparte, es posible pensar en alternativas democráticas
que se propongan:
1) la dignificación de la política como espacio
referido a lo común y, en consecuencia, fuertemente ligado a lo social;
2) el rechazo a la lógica según la cual toda política
es necesariamente corrupta, que tiende a confundir todas las prácticas
igualándolas;
3) la refutación de las lógicas de guerra, con la
consecuente construcción de enemigos, y su suplantación por la identificación
de luchas políticas específicas;
4) el desmantelamiento de la paranoia social en torno
a los problemas de seguridad, junto al desmontaje de las redes delictivas
protegidas por sectores del propio aparato estatal;
5) el incremento de las políticas de solidaridad con
los más desprotegidos, los pobres, que lejos de ser demagógicas como se intenta
hacer creer para desprestigiarlas, rompen el ciclo de doble criminalización de
los sectores populares, es decir, rompen tanto el prejuicio contra los más
humildes como su utilización por parte de las grandes redes delictivas.
Estas orientaciones, presentes en
algunas de las democracias actuales son, en la medida de las posibilidades de
nuestro tiempo, contracorrientes que nos defienden de las guerras constructoras
de un Otro, detrás del cual se agrupan muchos otros, en definitiva nosotros,
como blanco privilegiados de la guerra, del terror y del miedo. Ese Otro
–judío, subversivo, terrorista, delincuente- se construye desde el poder pero
echando mano del imaginario colectivo, de nuestro propio imaginario. Por eso,
en cada momento, las sociedades tienden a dar credibilidad a la construcción
mentirosa del Otro, que parece muy distante y terminan por consentir, de
distintas maneras, con su eliminación. No nos damos cuenta que el terror y el
miedo, se dirigen a nosotros a través de los Otros.
(DOCUMENTOS DE LA BIBLIOTECA POPULAR JUANITO LAGUNA)
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